Arriero de tradición

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Para Alfonso Ríos ningún camino fue corto, las montañas lo vieron pasar remarcando las pisadas desde que tenía seis años. Ya fuese para ir a ordeñar o para traer la leche, para llegar a la escuela o para arrimar a la casa de la abuela Lionita, a disfrutar de una taza de su famosa mazamorra.

Para llegar a cualquier parte había que caminar por horas y horas, y los pies se fueron volviendo anchos por usarlos sin zapatos, así era en ese tiempo. Por eso, cuando a sus 19 años quiso cubrirlos por primera vez, le costó mucho trabajo encontrar unos zapatos que se adecuaran a la horma de sus pies.

Esa vez quería ponerse elegante para impresionar a una muchacha, de esas que iban bien arregladas a la misa en Santa Elena, pero por más que cambiara de atuendo, su verdadera esencia siempre estuvo detrás de la ruana, el sombrero, la paruma y el machete, que no lo desampara.

Se vistió de arriero muy joven y aprendió a guiar con firmeza las seis bestias que llevaba a Medellín. Pero en esa época, las enjalmas no sostenían flores ni hortalizas, sino la ropa limpia que su mamá había lavado para la gente de la ciudad.

Al regreso, tenía que animar la recua con bravura para volver a subir la cuesta, pues además del mercado que compraba con el pago, los costales iban repletos con otra tanda de ropa sucia y, como él mismo recuerda, no hay nada que pese más que la mugre.

En medio de las carencias que tuvo que sortear al lado de sus padres y sus diez hermanos, lo único que nunca le faltó fue trabajo. La vida lo dotó con una energía férrea y un cuerpo duro que lo llevó a enfrentar sin temor cualquier encargo. Ni siquiera los espantos, esos que andaban en boca de los caminantes nocturnos, pudieron ablandar la voluntad de Alfonso, quien les lanzaba insultos mientras empuñaba el machete.

Él fue guapo desde chiquito, lidió las tres vaquitas de su madre cuando apenas caminaba, sembró surcos de papa y de maíz, recogió leña para quemar carbón con su padre, aprendió a cultivar flores y mientras bajaba la carga, presenció el primer desfile silletero.

Al segundo año se sumó a él, se ajustó el cargador y paseó con su silleta como los demás. Desde entonces, acompañó esta tradición hasta hace diez años, cuando sus pies le dictaron que ya era hora de descansar.

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