Confesiones y sabiduría de Tocayo Negro

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Él siempre espera con paciencia la llegada de los visitantes, los observa subir por la cuesta mientras les advierte que los perros son mansitos, y no duda en usar algún refrán para sugerir de esta forma lo importante que es llegar a tiempo a una cita.

A sus 86 años, su experiencia no solo lo ha hecho conocedor de los secretos del campo, también le ha enseñado a esconder la verdad entre las palabras. Puede recitar las propiedades de la ruda y del romero, de igual manera que repentiza un dicho para explicar los significados del trabajo, el amor o de cualquier sentimiento o situación importantes.

Su padre, un hombre de carácter recio, no solo le enseñó a gastarse las manos trabajando, sino que también le legó una marca imborrable: su nombre. Para diferenciarlos, la familia comenzó a llamar Tocayo a Pablo Emilio Atehortúa hijo, y para que no cupiera la menor duda, complementó el apodo con un rasgo que no permitía discusión: Negro.

Así, Tocayo Negro recibió orgulloso su nuevo bautizo, pues ese nombre de leyenda que lo acompaña hasta ahora, le recuerda todo el tiempo sus raíces. Negro a mucho honor, con la memoria de las largas jornadas en la piel y los pies acostumbrados a pisar descalzos todos los caminos.

Silletero de oficio, de esos que se ciñeron un cargador en la frente para salir a vender lo que producía el campo, de esos que irrumpían en la oscuridad de las trochas mientras desafiaban por horas los filos que los separaban de Medellín. De los que andaban a pie limpio por la plaza de Guayaquil ofreciendo sus flores; aquellos que intercambiaban dinero por mercado y se lo montaban de nuevo en la espalda para deshacer los pasos hasta llegar al hogar. De esos cuyos únicos desfiles han sido por las faldas de las montañas.

Para “tener las cosas bien tenidas” tuvo que trabajar duro. Cuidó su tierra sin afán y vio crecer flores de todos los tipos, estrellas de belén, margaritas, claveles. Por esos campos de la vereda San Miguel, en Guarne, también corrieron sus hijos y supo construir una familia al lado de su esposa, Carmen Rosa, una mujer trabajadora y alegre que permaneció a su lado hasta hace muy poco.

Y aunque prefiere no recordar para no ahondar en ausencias, la añoranza no puede ocultarse entre las sonrisas. Este hombre, que observa con picardía a los oyentes que tratan de desenredar sus dichos, entrega en cada palabra lo que conoce del mundo.

Él que ha sabido cómo hacer los surcos, que ha visto la generosidad del campo, que ha palpado cada tramo de los caminos, que ha conocido el amor, el esfuerzo y la dureza… Que, en suma, ha sabido cultivar la sabiduría de la tradición campesina.

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